Esta es, quizá, una de las escenas más características del Santiago de mediados del siglo XIX.
Diferentes oficios se instalaban a lo largo de la Alameda; cobijados a la sombra de sus árboles o protegidos bajo improvisados toldos de lona. Zapateros, talabarteros y peluqueros, entre otros, atendían sus clientes a pleno aire libre.
En la escena del cuadro, el barbero de barba y anteojos, rasura con una navaja los pelos de la barbilla de su cliente. Un paisano ya afeitado, se lava la cara. Cuelgan del cuello de este, un rosario y un escapulario, signos elocuentes de un cristiano devoto de la época, que, a juzgar por la hora que indica el reloj de la torre de la iglesia de San Francisco, ya ha asistido a la misa dominical del medio día.
Es comprensible que esas labores de afeites masculinos se realizaran los días de feria, costumbre que se mantienen hasta hoy en zonas rurales.
En el cuadro, obra de un desconocido pintor que firma «F.M. González», es posible distinguir diversos detalles que le dan un sabor de especial ingenuidad a esta pintura, como son animales, una acequia enladrillada o una arpillera de totora para el piso.
También la flamante torre con su reloj, que fuera levantada por Fermín Vivaceta en 1857, es parte de la temática y estilo costumbrista del cuadro. Más atrás, la cordillera nevada y una fuerte luz sitúan la escena en primavera, probablemente en septiembre, cerca o durante las Fiestas Patrias.
Al igual que este desconocido autor, otros artistas pintores realizaron interesantes cuadros dentro de la corriente costumbrista, seguidores tal vez de la escuela romántica que cultivaron muchos de los llamados pintores viajeros o precursores, como Mauricio Rugendas, Charton de Treville, Manuel Antonio Caro, Juan Mochi, entre otros.
Referencia: Descripción iconográfica de la ficha “El Barbero”, del Fondart 2009 “Restauración de diez cuadros del Museo del Carmen de Maipú”, de Hernán Ogaz, Eduardo Walden e Isabel Sotomayor.