Columna publicada en el diario La Tercera
Por Raúl La Torre.
“Lo de las monjas chilenas”
Las bibliotecas o estudios personales son lugares apasionantes y, en algunos casos, espacios llenos de detalles que van adornando los estantes y murallas. Cuando era niño mis padres aún no contaban con un espacio así, pero sí la casa de mis abuelos. Un escritorio de madera, una maquina de escribir, cajones llenos de objetos que mi abuelo, cartógrafo, usó en sus años de trabajo; murallas llenas de diplomas de mi madre y sus siete hermanos y, allá arriba, encima de un estante y fuera de mis posibilidades, por mi corta estatura de niño, una mediana vasija de fuerte color rojizo con unas membranas metálicas que sostenían pequeños adornos y que mis tíos la llamaban “lo de las monjas chilenas”. Con esa particular visión de niño, en esa habitación de la casa limeña de mis abuelos -que me parecía gigante en ese momento-, un día decidí escalar los estantes para tomar ese “adorno” y hacerlo mi nuevo juguete.
En el intento quebré un pequeño cuadro y al llegar a mi “botín”, no pude más con mi pequeño cuerpo y caí al piso con él, esparciendo sus restos por toda la habitación. Ahí quedó “lo de las monjas chilenas” y hasta hoy mi pesar, al descubrir, años después, el valor de esa cerámica decorada y perfumada de las monjas clarisas que recibió mi abuelo desde Chile.
Importadores de arte
“Nosotros, los chilenos, no tenemos arte”. Era unas de las frases que escuchaba frecuentemente al hacer visitar guiadas en el museo donde trabajo. La frase se desprendía al constatar que las colecciones de pintura o escultura de los museos chilenos que visitaban provenían de fuera. Razón no les faltaba, pero siempre hay un “pero”.
La historia del arte colonial chileno ha estudiado, catalogado y mostrado, una y otra vez, la enorme colección de pintura, escultura y mobiliario proveniente de las escuelas más prestigiosas y conocidas de esta parte del mundo.
Efectivamente, las escuelas de Cuzco, Quito y el Alto Perú son reconocidas como los núcleos artísticos más importantes e influyentes del periodo colonial, y ciudades desde donde se importaba buena parte de las obras de arte que hoy encontramos en iglesias, conventos, museos y colecciones privadas.
Chile, por tanto, era un receptor de arte y, aunque hubo un grupo de artesanos no menor, que en algunos casos gozaba de cierta fama, los talleres o centros de producción eran escasos y circunscritos a la demanda local. Quizá el taller artístico de los padres jesuitas de Calera de Tango hubiera sido la excepción, si este no hubiera sufrido con la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. No obstante, su obra y legado es de gran valor.
Los motivos para esta escasa producción son varios. Un elemento clave fue la condición de Capitanía en un territorio de permanente conflicto que le dieron a la sociedad colonial santiaguina, marcados rasgos de austeridad que la alejaban de sociedades como las de Lima, Quito, Cuzco o Potosí.
Un dato no menor es que el arte y su belleza fueron un medio más que un fin, principalmente en Chile. Fue una herramienta clave para la misión evangelizadora de las primeras órdenes religiosas masculinas llegadas a América y, por tanto, también las que se instalaron en las ciudades de nuestro territorio.
Barroco Chileno: herencia Mapuche.
“Pero”, no solo fuimos un receptor de arte. Hubo un centro de producción artística que gozó de una fama que incluso fue demandada por la familia real española. Ese centro de producción era chileno, femenino y con un fuerte legado mapuche. Quizá, también, una novedosa forma de barroco, fruto de la cosmovisión de nuestros pueblos originarios. Me refiero al Monasterio Antiguo de Santa Clara -espacio que hoy ocupa la Biblioteca Nacional-, fundado como Beaterio de Santa Isabel en Osorno.
Hoy tenemos la posibilidad de conocer la historia de este Monasterio y sus famosas cerámicas perfumadas gracias a la amplia y completa investigación de las historiadoras Isabel Cruz, Alexandrine de la Taille y Alejandra Fuentes, que vio la luz en la publicación “Cerámica perfumada de las Monjas Clarisas” y de la cual me baso.
Esta investigación cuenta el particular origen del Monasterio, de su proceso de subsistencia, su relación con los Mapuche Huilliche y su posterior absorción por la comunidad franciscana que marcan de forma evidente la sensibilidad expresada en la cerámica que producirán hasta el siglo XX.
Su inicial legado hispano-morisco verá una primera etapa de sincretismo con la cosmovisión mapuche y su tradición alfarera. Esta viene acompañada de una dimensión profunda de respeto por la tierra, materia prima de la cerámica y un ingrediente esencial no menor, una concepción distinta y compleja del espacio, tiempo, trabajo y vida, que rompe sutilmente la linealidad del tiempo cristiano occidental presente en el asentamiento español del primer beaterio.
Es desde esta etapa fundante que, el que será este codiciado producto perfumado, adquiere los elementos que estarán presente más adelante. A diferencia de otros espacios de producción artística, este no tenía una motivación de generar herramientas evangelizadoras como tal, aquí el objeto era el fin y fruto del “ora et labora” de la vida misma del centro religioso.
El barroco estaba presente en su colorido, la búsqueda de los sentidos -lo que quizá me motivó de niño a conseguirla- y, en ese temor al vacío, que, en el caso de las monjas clarisas, era complementado de forma temporal.
Con esto último me refiero a la fiesta de Santa Clara, la que le daba sentido a su forma de vida y a la cerámica. Cada 11 de agosto finalizaba un año y partía otro. Era un día para el que se preparaban con esmero, abrían las puertas de la Capilla del Claustro y eran regaladas las cerámicas a manera de agradecimiento. Esta fiesta era parte de la vida de esta comunidad religiosa, que año a año cumplía un ciclo para nuevamente partir otro. La linealidad temporal occidental, mimetizada y asumida en un tiempo circundante, muy propio del pueblo mapuche.
Un misterio más
Por vergüenza y miedo a la verdad no he querido saber más de la cerámica que destruí y boté a escondidas hace más de veinte años atrás. Es posible que en esa acción inconsciente haya borrado, en segundos, horas y horas de delicado trabajo y oración.
Estas cerámicas están por todo el mundo, exhibidas o guardadas, a la espera de ser interrogadas a través de los sentidos para develar sus misterios.
Quizá el misterio más conocido es la de su secreta receta de producción, que la impregnaba de un exquisito perfume al que se le atribuían características terapéuticas. Su elaboración y aroma se perdió con la vida de la última religiosa que custodiaba aquella tradición.
Otras incógnitas hacen referencia a su consumo con fines medicinales o anticonceptivos; el comprobar si el búcaro que posee la infanta Margarita en la famosa obra “Las Meninas” de Velázquez es una de estas cerámicas, entre otros misterios más.
Pero es a raíz de la lectura de la investigación de Cruz, de la Taille y Fuentes, -la que debería ser lectura obligatoria- que me fue develado este último misterio. La de este centro de producción artística, colonial y republicano, de origen chileno y fama internacional, con una tremenda singularidad: lo conformaban mujeres y llevó orgullosamente nuestro legado mapuche a todo el mundo.